sábado, 16 de enero de 2010

B1TÁC0RA DE SUEÑ0

No sé qué tan probable es percibir olores en los sueños, pero de acuerdo a lo que veo, este lugar apesta. No está sucio, pero muy seguramente apesta. Mucha gente. Una multitud de colores ruidosos. Peceras. Platos con comida por todos lados.
Supongo que el olor debe de ser una mezcla entre los mercados de México -grasa quemada, sangre, basura lejana, croquetas para perro y saladísimo alimento para peces- y alcohol barato disuelto en sudor -aguardiente destilada de una resaca perdido entre "Nuestra Versión de CKOne"-.
Recuerdo llegar, pero no cómo ni de dónde. Camino como parte de un pequeño grupo a pasos cortos en mitad de un mar de gente de distintas nacionalidades. Muchos de ellos se acercan pidiendo limosna. Desconozco la palabra "caridad" en sus respectivos idiomas, pero sus gestos angustiosos no dejan lugar a dudas. Después de abrirme paso por este valle de los desamparados, entro junto con mis acompañantes a una especie de restaurante.
No tengo muy claro quiénes son, ni porqué estamos en un lugar como este, pero sé que es algo que estoy prácticamente obligado a hacer. Y que debo hacerlo de forma modesta y mesurada por el poco dinero que hay en mis bolsillos. Para variar.
Y que debo hacerlo de buena gana. O por lo menos aparentarlo. Para variar.
Estaría mintiendo si relatara con detalle el menú, el momento de ordenar, la apariencia de los platillos o la sobremesa. Sólo recuerdo que estuve bebiendo algún licor típico de cualquiera que haya sido la nacionalidad del restaurante en cuestión. Bastante. Lo suficiente.
Al momento en el que las cuentas separadas llegan a la mesa, descubro que mi intención de ser austero quedó nublada por mi capacidad y, sobre todo, por mis deseos de beber.
Decidí completar el pago con una tarjeta de crédito. No pasó. Para variar.
Dentro del lugar había un cajero automático. Al revisar mi saldo, no sólo era suficiente, sino exageradamente mayor. Inesperadamente mayor.
Retiré con una sonrisa el dinero para pagar la cuenta y un poco más. Seguía sonriendo al tomar el recibo. Y cuando dejé el dinero sobre la mesa, la sonrisa no se borraba todavía.
Caminé, tambaleándome y riendo, abrazado de quien en ese momento parecía ser mi nuevo mejor amigo. Un tipo grande como ropero y homosexual como jirafa se convirtió en mi compañero de borrachera. Mi propio Sancho Panza sobredesarrollado, luchando a mi lado contra los molinos de la sobriedad, las inhibiciones y las buenas costumbres.
Recorrimos el hediondo lugar como un acto involuntario de turismo, mientras compartíamos chistes, anécdotas y secretos. En ese orden. Llegamos a un estacionamiento con valet parking. El lugar era atendido únicamente por chinos, quienes fueron groseros con nosotros por el sólo hecho de ser extranjeros y traer encima unas copas más de las que cualquier médico podría considerar, si no recomendables, por lo menos no riesgosas para la salud. Así que a modo de venganza por sus ofensas aparentes y sus exagerados precios, decidimos hacer justicia substrayendo ilegalmente sus ganancias. Robarles la caja registradora, pues. Obviamente, gracias a nuestra ingesta previa de alcohol, lo hicimos con la delicadeza con la que un equipo de demolición se encarga de un edificio en ruinas. Nos cacharon. Y fuimos perseguidos entre gritos en chino y piedras. Incluso lanzaron algunas figurillas de Buda. No sé cómo, pero logramos escapar.
Para cuando dejamos de correr, después de notar que habíamos perdido a nuestras víctimas (que ardían en deseos de convertirse en victimarios), estábamos dentro de un departamento. La iluminación era pésima, pero el mal gusto era más que evidente. Era un hogar hindú. Nos estaban esperando.
Una anciana y una joven que parecían recién importadas de cualquier película de Bollywood me llamaron por mi nombre. Y con un inglés bastante tropezado me dijeron que sabían que llegaría. Y que no les creería por una confusión etílica. La mujer más joven se acercó a mí. Me tomó de la manos y dijo "Hay cosas que debes entender. Hay cosas que debes aprender."
Con sus manos hizo que yo cerrara las mías.
"Hay veces que no importa qué tanto aprietes o qué tan cortas sean las espinas, debes dejar que el puercoespín sea libre."
Entonces tuve que abrir las manos, ensangrentadas y llenas de espinas.
"Aprendiste a dar por perdido lo que está perdido."
Y desperté.
Todavía con espinas en las manos.

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